Por Ignacio Anaya
Ciudad de México, 6 Oct.- Miente quien afirme tener de su lado “la verdad”, porque ese saber siempre ha oscilado entre lo absoluto y lo relativo, entre lo objetivo y lo subjetivo. Dentro del caleidoscopio que generan sus diferentes lecturas, la verdad se ha constituido como valor de cambio, digamos que algo así como una versión contemporánea de la piedra filosofal, ya que al paso del tiempo pudo transformarse en arma poderosa sobre todo dentro de la agenda política.
Por eso, este concepto ha motivado infinidad de disputas. De hecho constituye el eje narrativo en la historia, toda vez que poseer la verdad equivale a tener poder. Pero como la verdad es más una referencia que un producto tangible, hay quienes no pudiéndola tener asumen el reto de inventarla. Y en México la práctica de negar la verdad para construirse una a modo cada día tiene mayor aceptación.
A dos años de los sucesos por los cuales 43 jóvenes normalistas fueron secuestrados y desaparecidos en el municipio de Iguala, Guerrero, su búsqueda ha constituido también una disputa por la verdad; es decir, por conocer qué sucedió exactamente dadas no sólo las múltiples versiones concitadas en su entorno, sino también la politización que el lamentable acontecimiento generó.
Lo anterior hizo que la narrativa oficial se confrontara con una narrativa opositora, más vinculada a tiempos políticos y hasta facciosos que al principio elemental de obtener resultados frente a la desaparición masiva de esos jóvenes. En este contexto, líderes emergentes y otros asiduos activistas que históricamente se han careado con el Estado se dispusieron a construir y difuminar dudas sobre la lectura gubernamental de ese episodio. Lo lograron en gran medida.
Se trata de un enfrentamiento que nos lleva a preguntar si el viejo sistema político carece de capacidad plena para defender sus argumentos, pues así como ha perdido el monopolio en el uso de la fuerza, con el affaire de los 43 ha perdido también el monopolio de la verdad. No digo que a partir de Ayotzinapa el Estado haya dejado de impulsar sus verdades, pero éstas ya no permean en todos los ámbitos de la opinión pública.
La famosa expresión de “la verdad histórica”, sentenciada por el entonces procurador General de la República, Jesús Murillo Karam, al momento de presentar los resultados de la indagatoria gubernamental sobre esos trágicos sucesos, constituye la piedra de toque para el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto; una prueba que como sabemos no pudo articular la verdad oficial. Y no sucedió porque se hubiera realizado una pesquisa superflua, sino por la falta de destreza para convencer mediante esos resultados.
Con los 43 se le abrieron varios frentes al discurso oficialista dentro de una confrontación que también fue semántica y que luego, con la intervención de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, dio paso a la generación de una ficción paralela. Es tema de la sociología y de la ciencia política interpretar las consecuencias del movimiento político que este fenómeno ha generado, sobre todo, en cuanto a los márgenes de gobernabilidad perdidos y al impacto mediático que dichos acontecimientos proyectaron en la agenda internacional.
Lo que me interesa subrayar, sin embargo, es este proceso de erosión de la verdad como elemento central en el discurso político. La desaparición de los normalistas guerrerenses construyó un escenario en donde los otros actores centrales de aquella noche dividida entre el 26 y el 27 de septiembre parecen olvidados. Hay que decirlo con precisión: junto con “la verdad histórica” también han desaparecido los narcotraficantes, los policías municipales cooptados por el crimen organizado y las autoridades locales que desde el inició quedaron vinculadas a la suerte de los jóvenes estudiantes.
¿Qué nos deja como experiencia este affaire? Básicamente la certeza de que la verdad como recurso ya no acumula valor. Es muy temprano aún para suponer que abrazarse a lo que consideramos verdad tenga algún sentido. Si así fuera, es posible que vayamos paulatinamente dejando a la verdad fuera del discurso, del informe, de la indagación y aún de la auditoría que exige toda política de trasparencia.
Para muchos hoy día la verdad puede resultar prescindible. No obstante, y esa es la paradoja, la verdad siempre estará ahí, oculta, simulada, guiñando con sus ojos, pidiendo ser descubierta.
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