Ciudad de México, 13 Jun.- El cabalgar era agotador, el sol quemante de la Tierra Caliente Michoacana, hacía que la ropa se pegara al cuerpo por el sudor intenso que perlaba rostros.
Leona Vicario, Andrés Quintana Roo, la partera María Pascuala, y sus ayudantes, resistían todo en la búsqueda de un refugio. Se acercaba el parto.
Leona embarazada, montaba una mula; era otra batalla heróica que sostenía de las muchas que había enfrentado desde su enorme decisión de abandonar su hogar por su amor, con un ser en su vientre, próximo de llegar al mundo.
Había preocupación en todos, y más cuando vieron que Leona se doblaba y caía su cabeza sobre el cuello de la bestia; parecía vencida por el agotamiento y en peligro de caer de la montura.
Andrés se apresuró a asegurarla con sus brazos ayudado por sus sirvientes; Leona tenía sus labios resecos y el rostro descompuesto empapado de sudor mostrando un estado lamentable.
María Pascuala, se dio cuenta que sobre el flanco de la mula, se veía un líquido cristalino que en hebra caía al piso y exclamó preocupada: ¡Rompió aguas!
Y Leona le dijo a Andrés, ¡Hay cómo duele, siento que ya viene mi hijo…!
Otra ayudante de nombre María Inés, dijo en voz alta ¡Ni modo que vaya a parir aquí en campo abierto!
Bajaron a Leona y la acomodaron bajo la sombra amistosa de un encino cargado de hojas que proporcionaba sombra amable.
Encontraron una cueva, entraron y se veía el fondo de apariencia sin fin, así lo denotaba la oscuridad en la que se perdía la vista. Y ahí fue atendida por las mujeres en el parto. ejercido por María Pascuala.
La partera se arrancó un pedazo de su enagua y lo usó como pañal para envolver a la criatura que había llegado al mundo en medio de un ambiente singular, atípico, difícil, pero exitoso. Se llamaría Genoveva Quintana Vicario.
Siguieron abrazos, buenos deseos y felicitaciones a la pareja insurgente que vencía una lucha más terrible, incierta y penosa, valorada más que un combate, como los que tantos habían sorteado.
La oquedad, de la cueva de Achipixtla, era tan larga que desembocaba hasta la Gruta del Pueblo de Santa Anna Zitatecoyan. Del libro de Celia del Palacio “Leona”, Editorial Suma.