La figura de José “Pepe” Mujica, presidente de Uruguay entre 2010 y 2015, emerge como un caso atípico. No por haber roto moldes con una gran revolución política o una economía transformada radicalmente, sino por algo mucho más raro en la vida pública: la coherencia entre el discurso y la acción.
Exguerrillero del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, Mujica pasó catorce años en la cárcel, varios de ellos en condiciones infrahumanas. Salido de ese pasado convulso, en lugar de buscar revancha, construyó una carrera basada en la reconciliación, la austeridad y la democracia.
Su llegada a la presidencia no fue el resultado de un populismo avasallante, sino del trabajo paciente dentro del sistema político uruguayo.
Un mandatario diferente
Mujica marcó un estilo de hacer política que contrastaba con la imagen tradicional del mandatario latinoamericano. Rechazó vivir en la residencia presidencial y prefirió su modesta chacra en las afueras de Montevideo. Donó la mayor parte de su sueldo a causas sociales. Se movía en un viejo Volkswagen Escarabajo y hablaba con la sencillez de quien no busca convencer con cifras o promesas, sino con ideas claras y sentido común.
En lo ideológico, Mujica fue pragmático. Bajo su Gobierno, Uruguay legalizó el matrimonio igualitario, despenalizó el aborto y se convirtió en el primer país del mundo en regular la producción y venta de marihuana desde el Estado. Estas decisiones, lejos de ser ocurrencias aisladas, fueron parte de una visión laica, moderna y centrada en los derechos individuales.







