Ciudad de México, 5 Sep.- Durante la última década, el fenómeno de la violencia ha reclamado gran atención y se ha ubicado entre los temas prioritarios a nivel global y nacional. Sus múltiples modalidades y efectos en nuestra sociedad -tanto a nivel individual como colectivo- dejan clara la necesidad de abordar el problema desde un enfoque holístico y multidisciplinario, un enfoque que capture la complejidad del fenómeno.
Asimismo, esta complejidad genera la percepción de que la violencia es un problema intratable e impenetrable, sobre todo cuando se analizan a profundidad los factores raíz que la alimentan: impunidad, debilidad institucional, desconfianza, corrupción sistémica, desigualdad social y económica, etc.
Desafortunadamente, la mayoría de los esfuerzos provenientes del sector público se han concentrado en la violencia criminal, aquella que es más evidente, la que Galtung llama violencia directa y que solamente representa la punta del iceberg. En nuestro país, este tipo de violencia se mide comúnmente mediante la incidencia de delitos, especialmente homicidios.
De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), a nivel global, “…el 83% de los jóvenes víctimas de homicidio son del sexo masculino, y la mayoría de los homicidas son también varones…”. En México, según datos del INEGI, en 2015 hubo 20,525 homicidios, de los cuales el 88% fueron víctimas varones (18,089) y de éstos el 35% tenían edades entre 15 y 29 años.*
Por otra parte, la mayoría de los especialistas en violencia urbana y prevención de violencia, consideran la alta concentración de población juvenil como uno de los factores que incrementan la propensión a la violencia de una comunidad o barrio.
Entonces, ¿la alta presencia de jóvenes es acaso una condición indeseable?
¿Ser joven es un problema, una desventaja?
Lo que no hemos hecho
Hasta ahora, los recursos (humanos, financieros, de tiempo, etc.) invertidos en atender a poblaciones de jóvenes han sido marginales y poco estratégicos. Las estadísticas antes mencionadas, han servido para que empresas, gobierno y sociedad asumamos que hay que “rescatar” a los jóvenes; nuestra principal preocupación es que no se unan a las filas del crimen. Es decir, hemos volteado por fin nuestra mirada hacia ellos para decirles lo que queremos que no hagan, y les ofrecemos algunas opciones que desde nuestra perspectiva les convienen y al mismo tiempo, llenan nuestra expectativa con respecto a ellos.
El problema con este enfoque es que sólo responde a nuestras necesidades, no las de los jóvenes, a los cuales concebimos como un sector homogéneo, sin matices sociales, económicos, regionales, urbano-rural o cualquier otro tipo de diversidad y preferencia.
El problema es que ni el gobierno, ni las empresas, ni la sociedad en general, hablamos el mismo idioma que los jóvenes; vaya, ni siquiera estamos en la misma conversación. El problema es que queremos que tomen mejores decisiones cuando muchos de ellos no tienen siquiera el privilegio de decidir, porque su medio ambiente no se los permite.
El problema es que necesitamos que nos escuchen, pero no estamos dispuestos a escucharlos. Un claro ejemplo de esto es la reciente reunión con jóvenes que el presidente Peña Nieto sostuvo con motivo de su cuarto informe de gobierno: una simulación en la que se utilizó a 300 jóvenes para favorecer la imagen presidencial, donde el político habló de los temas que a él le interesan.
El gran problema -conflicto generacional histórico que se agudiza ante la crisis de violencia- es que no entendemos. Creemos que es un tema de identidad, de carencia de valores, de pérdida de sentido, pero en realidad no sabemos. Intuimos algunas causas, pero no tenemos evidencia. Al menos, quienes diseñan e implementan las políticas públicas orientadas hacia las poblaciones de jóvenes en riesgo, no la tienen.
Si hablamos de los jóvenes que viven marginados y sin acceso a las condiciones mínimas para vivir con dignidad, resulta aberrante que los programas gubernamentales traten de incorporarlos a la estructura social y el modelo económico que los ha rechazado, estigmatizado y condenado desde que tienen memoria.
Mientras tanto, la violencia asesina nuestro futuro a lo largo y ancho del país. En estados como Michoacán, Guerrero o Tamaulipas, existe una generación de huérfanos de la violencia, de niños y adolescentes abandonados, resentidos, desolados. Buena parte del futuro de México está enterrada en fosas clandestinas.
¿Cómo saldar esta tremenda deuda? ¿Cómo recuperarles la esperanza?
Quizá el primer paso para establecer este diálogo, sería pedirles perdón.
Perdón por el desmadre de país con que los hemos recibido; perdón por robarles la esperanza y dibujarles, en cambio, un futuro oscuro y violento. Perdón por hacerles creer que la corrupción es invencible y que éxito es igual a dinero. Perdón por heredarles una realidad mucho peor que la que nos heredaron. Perdón porque como sociedad no hemos sido capaces de protegerlos. Perdón por tanto miedo, por tanta oscuridad.
Perdón por pensar en ustedes, los jóvenes, hasta ahora que la violencia se ha vuelto incontrolable y creemos que nos conviene ayudarles a ustedes para estar mejor nosotros.
Ojalá que esta crisis nacional de violencia, en la que los jóvenes juegan un papel determinante, sea la oportunidad para reconciliarnos, para imaginar juntos el futuro y construirlo generosa y solidariamente.
Ojalá que esta sea la oportunidad para comenzar a saldar esta deuda histórica que hoy tiene México con sus jóvenes.
*Cabe señalar que la concentración de los homicidios en este grupo poblacional se complementa con una concentración geográfica de la violencia, es decir, el mayor riesgo lo corren los jóvenes varones en zonas específicas, de ciertas colonias, en ciertas ciudades.